Solo un deseo
1.
¿A quién le importa lo que yo haga? ¿A quién le importa lo que yo diga?
Dejo que el agua resbale por mi espalda y alzo la cara para que me refresque las mejillas. Hace calor. Mucho calor. Y eso que sólo estamos a finales de junio. No quiero ni pensar en cómo será pasar el mes de agosto en la ciudad, pero Jaime y yo lo hemos dejado, y con ello se han esfumado las idílicas vacaciones en la playa que habíamos planeado.
Me enjabono el pelo con mi champú favorito, y suspiro cuando su perfume consigue que me relaje, que vuelva a sentirme yo misma. He tenido un día horrible, y este pequeño momento es lo único que impide que me meta corriendo en la cama y decida no despertar en cien años o más, hasta que el príncipe azul, que cada vez estoy más segura de que es un mito, venga a desadormecerme con un tórrido beso, porque amor, lo que se dice amor… No, mejor elijo el beso.
Bésame como si fuese a despertar,
como si mañana tuviera algún sentido,
como si con ello venciéramos a la muerte.
Tarareo mi canción favorita al tiempo que cierro el grifo del agua y alargo el brazo para coger la toalla. Al alzar la vista, me quedo paralizada por la sorpresa; mi mano se ha detenido sobre el toallero mientras el pánico y la excitación me atenazan el pecho y amenazan mis rodillas, que me sostienen por pura inercia.
Frente a mí hay un chico que me mira tan asombrado como lo estoy yo. Un chico cuyo rostro me sé de memoria de tanto mirarlo; me pregunto si lo he invocado con su música. Entonces parpadea y, en la fracción de segundo en que sus ojos quedan fuera de mi visión, mi cerebro comienza a funcionar.
«¡Madre mía, me he vuelto loca!», me digo a mí misma. Que la pitonisa a la que mi hermana me ha arrastrado esta mañana me haya echado una maldición y que mi mejor amiga acabe de contarme que sale con mi ex ha sido suficiente para que pierda la cabeza por completo.
Los ojos verdes de mi inesperado visitante brillan maliciosamente mientras me observa en silencio. Su cabello castaño está más revuelto de lo que acostumbra, y su boca ligeramente entreabierta forma una pequeña «o» que, si no fuera por lo surrealista de la situación, me haría reír como una boba.
Es imposible que Marcos Dorian, el cantante de Dr. Faust, el niño mimado del rock en este país, esté aquí plantado en mi cuarto de baño, mientras yo estoy desnuda. «¡Leñe! ¡Que estoy desnuda!»
Tardo tres segundos en coger la toalla y envolverme el cuerpo con ella, pero es demasiado tarde: en ese tiempo él ya le ha dado un buen repaso a mi cuerpo, y por su expresión no parece muy satisfecho con lo que ha visto. «¡No debería haberme comido el segundo gofre!»
Mi pelo rojo está chorreando por mi cara, y mis mejillas están tan arreboladas como mi cabello; sin duda estoy pintoresca, por decirlo delicadamente.
—¡Mierda! —exclama él, sin apartar la mirada de mí, y su voz me estremece como tantas otras veces lo ha hecho desde los escenarios—. Definitivamente, estoy muerto —murmura bajando la mirada hasta su entrepierna, que permanece impasible.
Mi ego decae varios enteros.
—¿Muerto? —pregunto con la voz más estridente que me he oído nunca.
—¡Seguro! —afirma volviendo a mirarse, para un instante después clavar sus ojos verdes en mí—. Si estuviera vivo, no estaría tan quieta.
—¡Joder! Ni siquiera cuando alucino consigo que se fije en mí —mascullo para mí, molesta por haber perdido el juicio.
Unas horas antes…
—Sandra, tienes que venir con nosotras —dice mi hermana al tiempo que tira de mi brazo para que me levante.
Estoy tranquilamente sentada en la cafetería que hay debajo de mi casa. Es sábado y los sábados no cocino, y sí, preparar un té con leche también está considerado cocinar.
—Ni en sueños. Sabes que esas cosas no van conmigo —respondo, y miro a mi mejor amiga esperando que me ayude a deshacerme de mi hermana pequeña y sus locuras.
—Virginia tiene razón —secunda la muy traidora—, necesitas un poco de ayuda extra. Desde que Jaime te dejó estás muy mal, prácticamente no sales y ahora te ha dado por aprender inglés.
Esto es el colmo, mi hermana no soporta a Cris y Cris no soporta a mi hermana. ¿Qué me he perdido?
—Ni Jaime me dejó ni yo estoy mal. Me he apuntado a aprender inglés porque tengo inquietudes y quiero ver las películas de James McAvoy en versión original. ¿Algún problema?
—Sandra… —empieza a decir mi hermana, pero la corto antes de que siga con la perorata que sé que viene a continuación.
—No pienso ir a que ninguna pitonisa de tres al cuarto toque mi aura, ¿está claro? —Cuanto antes lo entiendan, antes podré disfrutar tranquila de mi desayuno.
Mi hermana juega su última baza y me mira con la cara de cachorrito abandonado que se reserva en exclusiva para que mi madre ceda a sus caprichos. Mal, muy mal. No voy a poder resistirme y lo sabe. Eso es jugar sucio.
—Por favor, Sandra. Hazlo por mí. Puede que tú no creas en esto, pero realmente funciona; ya verás lo maravillosa que es tu vida mañana. —Acompaña la petición con un puchero y yo, como hermana mayor protectora, acabo cediendo.
Estoy a punto de decirles que mi vida ya es maravillosa, pero recuerdo las enseñanzas de mi abuela: «mentir es pecado», y me muerdo la lengua con fuerza.
—Vale, iré —concedo, haciéndome la dura mientras le doy un último sorbo a mi taza de té con leche.
***
«Al menos no hay telarañas», pienso al entrar en el local en el que la bruja limpia-auras trabaja. No sé si sentirme decepcionada o aliviada. Vale que odie las arañas, y que tenga alergia al polvo, pero sin ellas una no se pone en situación.
Cris me frota el brazo como si yo necesitara que me dieran ánimos, y mi hermana me sonríe satisfecha por haberse salido con la suya.
Una chica de unos dieciocho años, con el pelo azul, nos pide que esperemos, añadiendo que madame Remmy está ocupada. Señala unos sillones para que nos sentemos mientras termina con el cliente de las once. Me doy cuenta de que es como en la consulta del dentista, incluso hay revistas para amenizar la espera. Las reviso y vuelvo a sentirme decepcionada: no hay más que prensa del corazón. Esta pitonisa empieza a parecerme una estafadora, y eso que todavía no la he visto.
Diez minutos después se abre la puerta que tenemos en frente y un señor calvo con los ojos rojos pasa por delante de nosotras hacia la puerta. A pesar de sus ojos, que delatan que ha estado llorando, sonríe, así que me animo pensando que lo que me espera puede que no esté tan mal.
No. Es peor.
No debería fiarme de los demás. La culpa es del señor que ha entrado antes que nosotras, que me ha dado esperanzas. «¡Qué crédula soy, por Dios!»
Para empezar, la tal madame Remmy no tiene nada de francesa. Habla español tan bien como cualquiera que haya nacido y crecido aquí, pero lo que más me molesta de ella es que, antes de que nadie explique el motivo de nuestra visita, me sorprende diciéndome que tengo el aura muy oscura, y que eso repercute en mi calidad de vida. ¿Calidad de vida?, ¿en serio?
Y aunque me molesta tremendamente ser justa, he de reconocer que esta pitonisa es adivina.
Mi hermana asiente enérgicamente y la pone al día de lo que ella considera que son las razones de que mi aura esté ennegrecida:
1. Se me escapa alguna que otra palabra mal sonante.
2. Me ha dejado mi novio. (Mentira, lo dejé yo a él.)
3. La semana que viene habré superado el cuarto de siglo. (Odio cumplir años, aunque, si lo pienso bien, sería peor no hacerlo.)
4. Suspendí a la mitad de mis alumnos. (Ahora también es culpa mía que ellos no estudien…)
5. Me reí cuando a Paloma, la vecina cotilla de mi madre, se le enganchó la falda en las braguitas cuando fue al baño y luego paseó su trasero por toda la ciudad. (Parece ser que reírse de las cosas que hacen gracia enturbia el aura.)
Madame Remmy escucha en silencio cada palabra de la entrometida de mi hermana, mientras yo la observo a ella.
Debe de ser la madre de la chica del pelo azul, tiene la misma cara y unos cuantos años más. Seguro que ella tampoco tiene suerte con los hombres, deduzco al ver sus manos llenas de baratijas, pero sin ningún anillo de casada. «¡Madre mía!» Si sigo así voy a empezar a sentir lástima de ella y todo.
—Te prepararé unas hierbas para que te las tomes antes de acostarte —me dice la buena mujer, sacándome de golpe de mis cavilaciones.
—A ver, señora pitonisa, que lo que quiero es que me limpien el aura, no que me purguen —le explico con paciencia.
Por la cara que ha puesto, deduzco que no le ha sentado bien mi comentario. Así que le sonrío condescendiente; tiene que practicar la paciencia, trabaja cara al público y eso es primordial en su profesión.
—¿Crees que la magia es divertida? —pregunta muy seria.
Reflexiono sobre lo que me ha planteado para darle una respuesta sincera y meditada.
Veamos: Harry Potter sí, es divertido. Pero sobre todo me he reído mucho con Ron Weasley. Sigamos: Gandalf; no lo es tanto. ¿Quién más practica magia? ¿Merlín? Bueno, sí que es divertido. Joseph Fiennes suele alegrarme la vista, y en la última serie que vi interpretaba al famoso mago. Decidido, sí, la magia es divertida.
—Sí, señora pitonisa. La magia es muy divertida.
Noto cómo clava sus ojos castaños en los míos y siento un escalofrío que me recorre la espalda. «¡Qué siniestra!», pienso.
Me giro a mirar a mi hermana, que me pone cara de «escóndete debajo de la mesa y reza todo lo que sepas».
—No crees en la magia —me suelta sin rodeos.
—Tampoco es eso; creo en la magia de la naturaleza, el nacimiento de un niño y esas cosas.
—Para esas cosas hace falta amor. Y el amor es magia —afirma sin apartar los ojos de mí. Parece que esté estudiando cada uno de mis gestos.
Estoy a punto de explicarle que para esas cosas no es imprescindible el amor cuando siento el tacón de Virginia clavarse en mi empeine. «¡Dios, cómo duele!»
—Pse. —¡Toma ya! Una respuesta perfecta, ni admite ni niega. A veces soy un genio.
—No me digas que tampoco crees en el amor. —Aparentemente es una petición, pero algo me indica que no debo complacerla.
Antes de que le conteste, Cris, mi mejor amiga, se me adelanta y le responde por mí.
—Su novio acaba de dejarla. Está un poco afectada. Por eso hemos venido.
—Jaime no me ha dejado —les explico por enésima vez—. Lo dejé yo antes de que lo hiciera él. Nuestra relación no funcionaba; sé que le rompí el corazón, pero tenía que hacerlo.
Las tres (pues supongo que la pitonisa también lo intuye, o al menos debería, puesto que es vidente) saben que no es cierta ni una palabra de lo que he dicho. Jaime me dejó porque se estaba viendo con otra persona. Intenté averiguar quién era, pero el papel de espía se me da fatal y lo perdí en cuanto giró la esquina de su casa.
—Sí, sí… Eso —responde Cris, dándome la razón con poca convicción.
—Ya veo.
—Claro que lo ve: si es pitonisa… —replico, pero mi broma no le hace gracia a nadie.
Madame Remmy se levanta tan rápido que casi vuelca la silla en la que estaba sentada. Sus dedos, que en esta ocasión sí entran dentro de los cánones de las brujas, huesudos y llenos de sortijas, me apuntan acusadores.
—Tú, estás condenada a no conseguir nunca el verdadero amor. Lo encontrarás, lo conocerás, pero no vas a poder disfrutarlo. No hasta que seas capaz de creer.
El gritito de Virginia me pone en alerta. Aquí pasa algo grave; mi hermana nunca grita, es capaz de matar cucarachas casi sin pestañear.
—¿De qué habla? —le pregunto. Todavía está mirando horrorizada a madame Remmy.
Es Cris, con su exasperante pragmatismo, quien me informa de lo que sucede:
—Creo que acaba de maldecirte. Y otra cosa, Sandra: estoy saliendo con Jaime.
Espero que no te importe, ahora que el amor es un imposible para ti.
—¿Tú eres la zo… la fresca que se ha metido en medio? ¿Dónde está la cámara oculta?
Miro a mi hermana en busca de la confirmación de que todo es una broma, de apoyo moral o lo que sea, y me encuentro con su actitud acusadora.
—¿Sabes?, podrías estarte calladita de vez en cuando —me regaña.
No, si encima va a ser culpa mía que mi mejor amiga me haya robado el novio y que la bruja me haya echado mal de ojo. Si creyera en estas cosas, estaría acongojada; la pitonisa lo hace realmente bien.
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